Armando Caisuti tiene 28 años, 300 hectáreas y una voluntad inquebrantable. «No voy a abandonar -dice a LA NACION-. Me achicaré o empezaré de nuevo.» Hace dos meses que lidia con el agua en Arroyo Algodón; en los últimos 15 días la pelea se profundizó. Esta semana tiró 7000 litros de leche, dio por perdidas 120 hectáreas de alfalfa (cuesta 7000 pesos reimplantar una hectárea), la producción de su tambo cayó 25% y se angustia mirando el escaso alimento que le queda para los animales.
La Playosa, Arroyo Algodón, Pozo del Molle y Cintra son algunos de los pueblos del sudeste cordobés que están anegados desde hace meses, pero cuya situación colapsó en los últimos días. Es cierto que llovió por encima de la media, pero nada explica la inundación y el agua que sigue subiendo como si hubiera (y no los hay) ríos desbordados a metros de los campos.
Adrián Carnero, del establecimiento lácteo Los Pinos, en La Playosa, tiene su fábrica rodeada por una laguna. Su padre, Adolfo, lleva 75 años de trabajo y asegura que «nunca» vio nada parecido. De 20.000 litros diarios de leche que procesaban, con suerte, logran entrar 3000.
«No podemos cumplir con pedidos -cuenta-. Los costos de producción se multiplicaron por tres; priorizamos retirar la leche, pero para preservar el único camino que queda a veces lo hacemos cada dos días.» El martes se le tumbó un camión con 7000 litros: los perdió.
Impotencia, desazón, bronca. En la zona todos miran el cielo, pero saben que las lluvias no explican el agua que avanza. Hay hipótesis de lo más variadas y la certeza de obras postergadas desde hace años y promesas repetidas desde hace décadas.
INCERTIDUMBRE
Alejandro de Elia trabaja para la empresa Alfredo José, que tiene tambos y agricultura. De mil hectáreas, el 20% está cubierto por agua. Ya sabe que 180 hectáreas de maíz destinadas a hacer picado fino se perderán; no hay piso para entrar a cosechar.
«No hay tierra, todo se derrumba. No hay cómo cargar los silos. Cuando esto pase, si es que pasa, habrá que fertilizar los suelos tres veces más de lo habitual porque están lavados. La calidad de lo que se coseche será desastrosa», resume ante LA NACION.
A Gerardo Cerutti, de la fábrica láctea del mismo nombre, lo obsesiona pensar qué pasará si no pueden entrar la leche. Su establecimiento procesaba 80.000 litros diarios; hoy se produce «lo que se consigue».
Los trabajadores entran con una suerte de posta de transportes: una combi los lleva hasta a unos kilómetros de la planta y de ahí caminan, porque todos aportan para que las «chatas» puedan seguir pasando.
«Quiero saber si esto va a pasar y qué viene después», se pregunta Caisuti, consciente de que le llevará unos dos años reconstruir lo perdido. Habla y mira a un ternero que camina con barro hasta la mitad del cuerpo. Sabe una parte de lo que viene: vacas enfermas y una producción que cae a pique.
De Elia relata que a cada informe que hace para su empresa lo titula «no apto para cardíacos» y que ya empezaron a plantearles a los dueños de los campos que arriendan que el alquiler en quintales se reduzca a la mitad -hoy está entre 10 y 12- o los dejarán.
«Es el día a día -añade Cordero-. Si podemos retirar materia prima, fabricamos. Nos acostamos pensando qué pasará al otro día. Nos reunimos con autoridades y nos piden propuestas, y nos advierten que no hay plata.»
Cerutti señala: «Sabemos cuándo vino, no cuándo se va. De dos fábricas dependen cien familias, si se corta la cadena es un desastre». Los camiones cada vez tienen más problemas para llegar al feedlot; la dieta de los animales pasó a segundo plano. Se les arrima la comida lo más cerca posible; el desperdicio de alimentos ronda el 22 por ciento.
Del futuro de explotaciones como las de estos productores depende la vida de los pueblos. La mayor parte de la gente trabaja en el campo; desde los comercios señalan que las ventas ya bajaron cerca del 30 por ciento.
Esta zona de Córdoba es principalmente tambera y de cría; la siembra de soja es marginal. Ya hubo cierres de tambos por la crisis del sector y hay temor de que los problemas con el agua sumen más. El ánimo es tenso; hay cruce de culpas y reclamos por quién usa qué camino, y si lo arruina más o menos.
Aunque todos los productores -como lo dijeron a LA NACION- viven «la diaria», no dejan de preguntarse si alguna vez habrá caminos transitables y canales limpios. Por ahora, compran a 13.000 pesos el camión de piedras, y cuando el agua baja un poco tapan pozos.
Por Gabriela Origlia | Diario La Nación